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  • por Diego M. Vidal, desde Brasil

Brazil


El mayor país de Sudamérica, que estuvo a punto de convertirse en la quinta potencia económica mundial bajo el “populismo”, comenzó a hundirse en agosto de 2016 cuando un golpe de Estado palaciego, parlamentario y comunicacional, derrocó a la presidenta constitucional Dilma Rousseff. La declinación fue paulatina y al ritmo que algunos preveían iba a mudar. Fue una profecía que se cumplió y hoy la realidad de Brasil está en una pendiente que se acentúa con los crímenes políticos como el de Marielle Franco y Paulo Teixeira en Río de Janeiro, a los que deben sumársele otros que incluyen campesinos sin tierra, indígenas y militantes sociales.

Pero lo más grave que sucede en Brasil es la pasividad con que la mayoría de la población asiste a lo que sucede. Vale recordar que a Dilma y Lula da Silva los votaban más de 50 millones de personas, hoy las movilizaciones callejeras contra la derecha gobernante no superan ni el cuarto de millón.

A diferencia de sus vecinos más cercanos, Uruguay y Argentina, la protesta social tiene menos ejercicio. Tal vez porque la salida de la dictadura fue negociada, aún cuando hubo lucha en las calles y fábricas, y las mayores se registraron en democracia, organizadas a través de las redes sociales y financiadas desde el exterior, que luego el multimedios O Globo potenció cuando al principio las criticaba por tratarse de un reclamo sobre el transporte público. De todos modos, en un país de 200 millones de habitantes, las concentraciones contra Rousseff apenas llegaban al 1%, compuesto por sectores de clase media, media alta y abrumadoramente blancos.

La frutilla del postre es la enorme concentración mediática que satura los hogares brasileños con basura informativa y una realidad mentirosa, que no tiene contrarréplica efectiva en medios alternativos con bajo poder de fuego comunicacional. A eso se le puede agregar un sistema educativo público pésimo y uno privado excluyente.

Este 2018 es un año electoral clave, si Lula podrá presentarse sigue siendo una incógnita que sólo el Poder Judicial puede develar en tanto también es parte fundamental de la crisis que atraviesa esta nación. No hay Plan B dicen desde el Partido de los Trabajadores, si Da Silva queda excluido de las presidenciales y acaba preso. Ninguna otra organización política del campo popular tiene posibilidades de llegar al Planalto. El segundo con mayor intención de votos es Jair Bolsonaro, un ex militar reivindicador de la dictadura, que apoya la tortura, defiende la tenencia de armas en la población civil, hace alarde de misoginia y racismo sin escrúpulos y cuyo aporte a la seguridad ciudadana es decir que “el mejor ladrón es el ladrón muerto”. ¿Sin Lula, Bolsonaro puede ser presidente? Por el bien de todos, incluso de la región, esperemos que no.

Como en la película de Terry Gilliam (“Brazil”, 1985) la situación va saliendo del cauce forzado al que la derecha política, el lobby empresario y la Casa Blanca han sumido a Brasil y todo se vuelve brutal. Se vive un ambiente al que los brasileños no estaban acostumbrados. No por la violencia, que es casi endémica pero casi siempre estaba reducida al delito. Es más una sensación de estupor general, que puede acabar en ebullición si además de la inestabilidad política, la economía continúa empeorando y la presión represiva se extiende más allá de Río como el gobierno ha prometido (¿o amenazado?).

Así y todo, siempre hay posibilidad para que la Historia deje espacio a la comedia.

Por estos días y reunidos en Brasilia, los presidentes de Colombia y Brasil manifestaron preocupación por la democracia en la República Bolivariana de Venezuela. Santos por la cantidad de inmigrantes venezolanos en su país, cuando en Venezuela viven unos 6 millones de colombianos. Temer que gobierna de facto a un país donde por pensar distinto, ser pobre o negro, te descargan cuatro tiros en la cabeza.

Si no fuera por lo trágico, ambos serían personajes de Cantinflas.


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